Han pasado ya cuatro años. Cuatro años desde aquel doce de enero de 2010. Aquél terremoto tuvo su epicentro a unos quince kilómetros de Puerto Prínicipe, la capital de de Haití; con una magnitud de 7,2 grados en la llamada escala Ritcher, y que se habría generado a unos 10 kilómetros de profundidad. Sus consecuencias en el exterior fueron devastadoras: 330.000 fallecidos, 350.000 personas heridas o mutiladas y un millón y medio de personas que no murieron directamente y que se quedaron sin hogar muriendo día a día, de enfermedades, epidemias y de pena; también de pena. Abandonados a su suerte. Abandonados hasta la muerte.
Cuatro años ya desde que los telediarios, avances radiofónicos, portadas de prensa y digitales de todo el mundo occidental nos rindiéramos a ver qué ocurría por aquellos días en Puerto Príncipe. Hoy ya no sabemos ni dónde está eso. Qué frágil tenemos la memoria; como la de los peces. Y junto a ellos también debieron venir alguna que otra ONGD, a repartir mochilas y hacerse alguna que otra foto. Por dónde vinieron también debieron marcharse. Juntos. Ambos.
Los primeros días, semanas quizá, tras el temblor, todos queríamos subirnos al carro de la colaboración, cooperación internacional y la farándula occidental. Supongo que esto nos hace sentirnos un poquito mejor cuando desde occidente nos dedicamos día tras día a explotar, expoliar recursos, colocar dictadores y fomentar guerras. Eso que tan bien se nos ha dado a lo largo de nuestra Historia. Los siguientes días la descoordinación imperaba por toda la isla, no existían bolsas ni para retirar cadáveres, quedándose durante días apilados, hacinados entre los escombros, el barro y la miseria. El cólera corría a través de la calles de Puerto Príncipe. El caos fue de tales proporciones que el dinero que dejó de tener valor; sí, el dinero. Volvió el trueque y la población pagaba a través de gasolina y agua potable.
Hoy los que continúan en Haití son las textiles americanas, como Levis, que aprovecha la carencia total y absoluta de derechos laborales, sociales y humanos para externalizar servicios. Y sorprendentemente... en Haití, ¡¡¡toma ya!!!. Parece que ellos no tenían tanta prisa como la prensa.
Y ya que en Haití no importan nada, y puestos a jugar, vamos a jugar con la alimentación de los haitianos, de los que pueden comer, claro. Monsanto, empresa americana y principal proveedor mundial de productos químicos para la agricultura - lo que son básicamente transgénicos- intentó llevar a cabo cooperación internacional a su estilo. Entonces decidió hacer un importante presente a los agricultores de Haití a base de semillas de productos transgénicas. Los principales sindicatos agrarios, que serán pobres, pero no son tontos, decidieron amablemente declinar tal invitación, lo cual no fue del agrado de Monsanto. Éstos aprovechando sus contactos con la Administración del Premio Nóbel de la Paz y con el Banco Mundial introdujeron las semillas a través de la cooperación norteamericana, es decir, a través de las ONG´s en el terreno, cargándose de esta manera la agricultura y el campo de Haití, que para un país subdesarrollado no tiene otra manera de dar de comer a sus conciudadanos.
Pero todo aquello ocurrió hace cuatro míseros años. Cuatro ya. Hoy el genialmente llamado Capitalismo del desastre, por Naomi Klein, tiene su principal paradigma en Hatí. Sí. A pesar de todo, tras la desorganización, la descoordinación, la corrupción, Haití ha podido encontrarse en un punto más o menos parecido a años anteriores al seísmo. Es de esas curiosidades que tiene la especie humana. Siempre sale de las dificultades. En los últimos seis meses se han reducido en un tercio las personas que siguen viviendo en campos de refugiados a lo largo y ancho del país. Aunque eso es porque las NN.UU. han decidido no computar 120.000 personas que viven en campos no oficiales. No les salían las cuentas sino. Una pena. Como todo. Una pena. Y así todo. Y ahora ya nadie se acuerda de Haití. Ya no salen por la tele. La prensa se había marchado hacía ya algún tiempo.